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Discurso pronunciado por el señor
residente de la República
el día 18 de julio de 1938
■ ■ ■ ■ .»■■■..... en Barcelona.......
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Cada vez que los Gobiernos de la República han es-
timado conveniente que me dirija a la opinión general
del país, lo he hecho desde un punto de vista imperso-
nal, dejando a un lado las preocupaciones más urgen-
tes y cotidianas que no me incumben especialmente,
para discurrir sobre los datos capitales de nuestros pro-
blemas, confrontados con los intereses permanentes de
la nación.
HABLO PARA TODOS, INCLUSO
PARA LOS QUE NO ME QUIE-
REN OIR
A pesar de todo lo que se hace para destruirla, Espa-
ña subsiste. En mi propósito y para fines mucho más im-
portantes, España no está dividida en dos zonas deli-
mitadas por la línea de fuego; donde haya un español
o un puñado de españoles que se angustian pensando
en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una vo-
luntad que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso
para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso
para los que por distintos motivos contrapuestos acá o
allá lo aborrecen. Es un deber estricto hacerlo así: un
deber que no me es privativo, ciertamente; pero que
domina y subyuga todos mis pensamientos. Añado que
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¡xa ais cuesta ningún esfuerw» cumplirlo; todo lo oon-
trario. Al cabo d* dos años en que todos mis pensamien-
tos políticos, como lot vuestros; «n qus toaos mis senti-
mientos de republicano, como los vuestros, y en qua
mis ilusiones de patriota, también como las vuestras, ss
han visto pisoteados y destrozados por una obra de ex-
terminio atroz, no voy a convertirme en lo que nunca
he sido: en un banderizo obtuso, fanático y cerril, (Muy
bien.)
Incumbe a los Gobiernos dirigir la política, dirigir 1*
guerra; los cuales Gobiernos se forman, subsisten o pe-
recen según los vaivenes de su fortuna o de su popula-
ridad, como los aprecian los órganos responsables en
los que se representan y por los que se expresa la opi-
nión pública. Y puesto a discurrir sobre la. política y
sobre la guerra desde aquel punto de vista que he nom-
brado, y que me pertenece por obligación, he procurado
siempre afirmar verdades que ya lo eran antes de la
guerra, que lo son hoy, como seguirán siéndolo mañana.
Seguramente estas verdades las hemos descubierto entre
todos, cada cual a su manera: unos las han descubierto
por puro raciocinio, otros las han descubierto por los im-
placables golpes de la experiencia. Lo que importa es te-
aer rasen, y despees de tener rasen imperte casi tanta
saber defenderla; parque sería triste cosa que, teniendo
razón, pareciese come sí la hubiésemos perdido a fuer-
as de palabras locas y de hechos reprobables. Es seguro
que a larga'la verdad y la Justicia se abren paso; mas
para que_,se lo abran es Indispensable que la verdad se
depure y se acendre en lo íntimo de la conciencia y se
acicale bajo la lima de un juicio independiente y que
saiga a la luz con el respaldo y el seguro de una respon-
sabilidad. He deseado y procurado siempre que todos lo
hagan así. El derecho de enjuiciar públicamente sub-
siste a pesar de la guerra, salvo en aquellas cosas que
pudieran perturbar conocidamente lo que " es propio y
exclusivo de las operaciones de la defensa. Y de esa ma-
nera cada cual aporta su grano de arena a formar la
optelen, Fsro mes que ran derecho es ana obligación
*
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insjperiosa, ineXiKMbfe, e» todos los que de uea aranera
o de otra toman parte en la vida pública. Es un*
obligación difícil de cumplir. ¡Cómo no va a m?1s!
DMu&itado lo sé. Para veneer esa dificultad se rso»-
míenda mucho como higiene moral el ejercicio cotidia-
no de actos de valor cívico, menos peligrosos que los
actos de valor del combatiente en el campo de batalla,
pero no menos necesarios para la conservación y la sa-
lud de la República.
En esa ':t>. -ea de aconsejar a la opinión o, más exac-
tamente, Oí poner a la opinión en condiciones de saber
lo cue coi.viene al país, no he regateado nunca mi par-
te; tampoco hoy. Pienso que en España, amigos y ene-
migos están habituados a escucharme como a un hom'»
bre que nunca nice lo contrario de lo que siente. O a
no escucharme y por idéntica razón.
Con estas advertencias llamo, en primer término,_vues-
tra atención sobre un hecho que todos conocéis: de to-
das las fases por que ha ido pasando este drama espa-
ñol, la que hoy predomina y absorbe a todas las demás
«a la fase internacional.
:;
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EL ASPECTO INTERNACIONAL
DEL PROBLEMA ESPAÑOL
M dn ma español surgió, aparentemente, con los ca-
racteres de un problema interior de España, como un
gigantes o problema de orden público. Todos los Go-
biernos de la República se han esíorzado por situarlo
asi y parque no fuese más; y ya era bastante. Y la
Sinceridad de los propósitos y de las intenciones de to-
dos los Gobiernos de la Repúblioa no puede ponerse en
duda, aunque no sea más—si nc hubiera otras razones—
que por la consideración de su propia conveniencia: por-
"que de que el drama español dejase de ser un conflicto
nuestro, sólo mayores desventuras y calamidades y con-
flictos podrían venir. Pero el ataque a mano armada
contra la República descubrió pronto sa aspecto de pro-
blema Internacional. ¿Lo descubría porque unos grupos
■ocíales, o unas fuerzas políticas, o las fuerzas armadas
del Estado se rebelaban contra el régimen estableci-
do? No. Se revelaba esa fase porque otros Estados euro-
peos, especialmente Alemania e Italia, acedía :i decidi-
damente con horahrea y materia! eu apoyo de las que
«tacaban violentamente a la Repáblica. ¿Y por qué
«(radian? ¿Por qué lea prestaban este apoyo? ¿Acaso por
pura simpatía política, o emprendiendo lo que se lla-
maría malamente una cruzada ideológica? No. En el
fondo, al Estado alemán y al Estado italiano les impor-
ta muy poco cuál sea el rêglmea político de España; y
«i ia República Española se hubiera prestado a entrar en
el sistema de política occidental europea que planteaba
el Gobierno italiano y a deshacer el "statu quo" actual y
a servir los intereses de la naciente hegemonía Italiana
en el Mediterráneo, ¡ahí, ea seguro que en Rema y Ber-
lin ce nubiesa declarado que'la República Española era
sa arquetipo üc erganizfeeion estatal, .bes prestaban esa
ayuda para incorporar a España, con todo ¿o que Es-
pato eifXJlflsa, % SíSasr 4® m defeUidaû Hsitts*r, &l gs-
r
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*-v
tepia que nace en Piorna y que no me voy a cansar en
définir, porque todos lo conocéis. (.Aplausos.)
Cuando los síntomas probatorios de esta situación apa-
recieron y los divulgamos y los dimos a conocer al mun-
do entero, no fuimos creídos. Se pensó tal vez que eran
artículos para la exportación, trabajos de la propagan-
da; y yo mismo, allá por Julio o agosto del 36, en las
primeras manifestaciones públicas que mee para el ex-
tranjero sobre nuestra cuestión, lo dije así. Debieron
creer que yo me habia adscrito á los servicios de propa-
ganda. Después, los Gobiernos de la República, incesan-
temente, han llevado a todas partes las pruebas de este
hecho; pruebas irrefutables que destruían la convencio-
nal actitud de fingir una duda; y todas las pruebas
fueron recibidas con una reserva desconfiada o una sim-
patía taciturna; pero ya nadie lo pueae poner en duda,
nadie puede aceptar la posición de la duda, y ha sido
preciso, para que estas dudas no puedan subsistir, ni
siquiera como artificio de discusión, que los propios agre-
sores comiesen la agresión, se jacten de ella, expliquen
sus fines; y no sólo esto, sino que conviertan la agre-
sión en moneda de cambio y en materia de regateo y
contrato. (Grandes aplausos.)
Delante de esta situación, ¿qué han hecho los Gobier-
nos de la República? ¿Acaso declarar la guerra a Italia
y a Alemania? No. Han ido con su derecho a las ins-
tituciones internacionales creadas para el mantenimien-
to de la legalidad. España, sobre todo con la República.
había tomado en serio ios propósitos, aunque no siem-
pre los métodos, de la Sociedad dé Naciones y se había
adherido a los principios que inspiran los planes de se-
guridad colectiva. Y aunque todos los españoles, por ran.'
caso, estaban unánimes en mantener en nuestro pals
una legalidad a todo trance y costa, España aceptó las
limitr.clories' que, respecto a esa política de neutralidad,
contiene y contenía el Pacto de la Sociedad de Nacio-
nes, con tal de sumarse a una obra superior de interés
general.
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ACTUACIÓN DE LA REPÚBLI-
CA FUENTE A LA SITUACIÓN
INTERNACIONAL
La República inscribió en su Constitución los princU
pios generales del Pacto. La República, se sumó a la
política de sanciones, cuando el ataque italiano contra
Etiopía, secundando la política de los poderosos de la
tierra, que entonces tenían la fortuna de que su inte-
rés nacional coincidiese con los dictados que rigen la
vida moral de la Sociedad de Naciones. Cuando la po-
lítica de sanciones fracasó—por lo que todo el mundo
sabe—, la República Española quedó expuesta, descu-
bierto el costado, a las represalias del rencor. Pocas se-
manas después de decretarse la abolición de las sancio-
nes y todavía vivo el conflicto de Etiopía, comenzaba
la agresión italiana contra nuestro pais. Y no sólo esto.
España, lo mismo bajo la Monarquía que bajo la Repú-
blica, se ha mantenido fiel al sistema de equilibrio y
de "statu quo" en la Europa occidental y en el Medi-
terráneo: equilibrio basado en la hegemonía británica
y la libertad de comunicaciones marítimas de Francia
con su imperio de Africa. No nos ligaba a este sistema
ningún pacto, ni público ni secreto; ninguna alianza,
ningún tratado. Pero era ¡a consecuencia natural de
nuestro estado interior, de nuestra posición en el mapa
de Europa. Trastornarlo hubiera supuesto un esfuerzo
gigantesco en el orden militar, completamente estacio-
nado, desproporcionado a los recursos del país y sin
nada que ver con su conveniencia fundamental.
Tales han sido los crímenes de la República en el or-
den internacional. Cuando los Gobiernos de España fue-
ron ft presentar sus reclamaciones, o sus alegaciones,
donde debían—y no sólo a Ginebra—, todos los proyec-
tos propuestos, o solicitados, o requeridos por el Go-
bierno «spaftol, fracasaron. Y ¿por qué? La tesis con-
sist» es decir nue *J dar paso a las reclamaciones de',
«
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Cxoblerno español, por justas que fuesen, habrían produ»
cldo la guerra general. Nunca he podido admitir la rea-
lidad de esta tesis. No se puede admitir, no en el orden
teórico, sino en el orden d« hecho,. tal como e«tén
situado» los factores políticos en ICurop». No se puede
admitir que él. mantenimiento sereno y digno de las
obligaciones pactadas fuese a producir un conflicto in-
ternacional. Opinión que, dicha por mí, podía parecer
interesada; pero en ella me acompañan eminentes esta-
distas extranjeros, que han tenido sobre sí la responsa-
bilidad del poder en sus países durante los días má&
agudos de la crisis, y opinan lo mismo.
Es, por otra parte, calumnioso y desatinado afirmar
que el Gobierno, éste a otro, de la República ha busea-
do, ha deseado nunca una guerra general para disolver
en ella nuestra problema nacional.
Sería una táctica equivocada atosigar a los demás
con los peligros que corren con una u otra política. Ês
impertinencia tratar de explicar a los demás en qué
consiste su Interés nacional. Ya ellos lo saben bien dé
sobra. Sería pueril creer que la política internacional de
un pafe puede fundarse, no ya exclusivamente, pero ni
siquiera principalmente, en la semejanza o diferencia
de les regímenes políticos.
La política Internacional de un país está determinada
por datos inmutables o de muy difícil mudanza; y por
debajo de los regímenes políticos hay valores de otro
orden que la rebasan y que en realidad la subyugan'.
Me excuso de poner ejemplos del exterior, que son bien
palpitantes y están en la noticia de todos; Basta volver
la vista a nuestro país. La República ha hecho la mis-
ma política internacional que la Monarquía y por Igua-
les razones. Pero dentro de esto y dejando a salvo el
interés nacional de cada cual como lo entienda, es in-
negable que existen contactos, repercusiones, probables
Interferencias, que forman parte de aquel mismo Inte-
rés nacional y que constituyen el terreno común para
una Inteligencia en favor de la paz y la protección de
la independencia de cada uno.
t
a
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Asi entiendo el problema. Todo lo que los Gobiernos
de la República han hecho sobre el particular no ha
rebasado. nunca los limites decentes que la discreción
exterior impone. Y es absolutamente absurdo suponer
que nadie con responsabilidad en la República Españo-
la ha tenido el pensamiento, ni el deseo, ni la intención
de zafarse del conflicto nuestro interior, provocando una
conflagración europea; para semejante dislate militan
muchas razones; meses hace que expuse algunas. Mili-
tan todas las razones de humanidad, de prudencia hu-
mana y de sabiduría de la conducta en la vida que hay
siempre contra cualquier género de guerra; milita, ade-
más, que los españoles ya tenemos bastante, y aun de
sobra, con la guerra que estamos sufriendo; y sobre eso,
una consideración de orden político bastante clara: si,
por causa de la guerra de España, hubiese en Europa
una conflagración general, la causa de España queda-
ría relegada a muy segundo término y la solución que
adviniera no tendría nada que ver, ni por casualidad,
con los intereses fundamentales que nosotros represen-
tamos y defendemos. Es, por tanto, indispensable que
se acallen las imaginaciones quiméricas que esperaban o
temían actos de desesperación del Gobierno de la Re-
pública. En primer lugar, aquí nadie está desesperado;
y en segundo término, si las dificultades creciesen, to-
davía sería desatinado remedio provocar una dificultad
mayor y seguramente indcminable. (Grandes aplausos.)
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LIMITAR LA GUERRA DE ES-
PAÑA ES
OBLIGACIÓN DE LOS
DEMÁS
Los hombres de mi generación recibimos todavía en la
adolescencia la impresión del desastre de 1838. Huella
terrible que, en ciertos aspectos, ha dominado toda nues-
tra vida pública. Hemos pasado cuarenta años escarne-
ciendo aquella política, sin piedad para ella, sin tomar
en cuenta ninguna de las excusas posibles que un políti-
co encuentra siempre para justificar su posición; y sería
demasiado a estas alturas que tuviéramos que someter- '
' nos a la cruel burla del destino de cometer un dislate to-
davía más grande. Por mi parte, no podría resignan: :fi
a prestar una aparente aprobación, ni siquiera con mi
muda presencia, a ningún acto de ningún Gobierno que
pareciese inspirado, directa o indirectamente, en el pro-
pósito de convertir la guerra de España en ux.a guerra
general. (Muy bien.)
Las tesis que han prevalecido en el exterior entre los
que se ocupan de nuestro problema, en cuanto al pro-
blema europeo, consisten en afirmar que es indispensa-
ble limitar la guerra de España y extinguir la guerra de
España. Se entiende por limitar la guerra de España
tomar aquellas precauciones y aquellas medidas que
eorten el peligro de conflagración general salido de nues-
tro problema; y por extinguir la guerra de España, la
pacificación de nuestro país. He tenido ocasión de de-
eir, ya meses hace, que limitar la guerra de España es
obligación de los demás;'porque no hemos sido nosotros
quienes hemos extendido la guerra de España a los in-
tereses de otras potencias; que incumbe a los demás U-
- mitar la guerra de España. Nosotros no tenemos medios
de impedir que desembarquen en España los millares
de hombres y ios millares y miliares de toneladas de
material de guerra de Italia y Alemania; incumbe a
los demás limitar la guerra de España; extinguir la gue-
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it* öe España incombe » ios españoles; pera les iit-
enmbe, les incumbirá, cuando haya desaparecí Ha de la
Península el baldón do Ignominia que supone la pre-.
aencia de dos Ejércitos extranjetos luchando contra 4$s^
«spañoles. Antes, no. Para limitar la guerra de España,
secundando aquella iniciativa exterior y desmintiendo
una vez más los supuestos propósitos de los Gobiernos
españoles favorables a Una conflagración general, la Re-
pública ha consentido sacrificios inmensos, sacrificios
en su interés, sacrificios en su,, derecho. A tocio lo largo
de la lamentable historia de la política cíe no interven-
ción está siempre el sacrificio de la República y de los
.Gobiernos republicanos. Del valor moral, de la energía
cívica, de la perspicacia política que haya en el fondo
de la política de no intervención, la historia juzgará;
pero, nosotros estamos autorizados para decir desde aho-
ra que, sin dudar de las buenas intenciones de los de-
más, tal como ha funcionado y funciona la política de
no intervención, ha parecido que el único que no tenía
derecho a intervenir en la ¡ruerra de España era el Go-
bierno español. (Aplausos.)
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NUESTRA POSICIÓN ES CONOCIDA:
QUE SE VAYAN LOS INVASORES
Producto de esa tesis y órgano de esa política son el
Comité de Londres "y su acuerdo reciente, que todos co-
nocemos. Por fin, las potencias signatarias del acuerdo
de no intervención han llegado a aprobar un texto, en
virtud del cual, con estos o los otros métodos se reti-
rarán de España estos que llaman los voluntarios ex-
tranjeros. Hace un año por ahora, un texto aproxima-
damente igual no pudo ser aprobado en Londres, cier-
tamente no por culpa del Gobierno de la República; y
yo considero que si ese texto se hubiera aprobado el año
anterior, a pesar de todas las tardanzas y disquisicio-
nes qne pudieran ponerse en su ejecución, ya estaría
cumplido y España pacificada. Porque si hace falta limi-
tar la guerra y extinguir la guerra y para cada cual es
un deber distinto, yo añado ahora que limitar la guerra
de España, si en efecto'se limita, es extinguirla; porque
la guerra en España está única y exclusivamente man-
tenida por la invasión extranjera. ¿Qué vale el acuerdo
de Londres? Es por de pronto de mala fe dudar de la
actitud de España frente a ese acuerdo. En primer lu-
gar, el Gobierno üfi_la República no tiene que pedir per-
miso a nadie para aceptarlo o para rechazarlo; y en
segundo término, el Gobierno de la República, que man-
tiene la tesis de que el conflicto español debe quedar
reducido—como siempre lo ha mantenido—a un conflic-
to interno, no puede negar paso a medidas qué tengan
el propósito de darle una más o menos remota reali-
dad. Es bueno que se sepa que ya en septiembre del 36
no faltó quien recomendase y señalase ese camino sin
resultado, y que desde entonces acá los Gobiernos, unas
veces en Ginebra, otras veces en Londres, o donde lo
han podido hacer, han insistido continuamente, recla-
mando una solución a este particular. Nunca hemos pe-
dido otra cosa. El Gobierno podrá hacer las salvedades
de principio de realización, criticar o pedir aclaraciones,
modificar estos o los otros puntos; pero en el fondo
is
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del asunto nuestra voluntad y la voluntad del Gobier-
no es de sobra conocida: que se vayan los invasores de
España y nos resignaremos a que se vayan también
los hombres que voluntariamente y de verdad han ve-
nido a defender la República; pero que se vayan. La
República y la paz de España habrían dado entonces
un paso de gigante.
Yo no sé si se cumplirá o no; no tengo noticias^de
lo que ocurre en los recónditos despachos donde los di-
plomáticos cuchichean; pero si de verdad se quiere ale-
jar de Europa el peligro de la guerra y si de verdad
se quiere pacificar a España, no hay sino cumplir a
fondo, rápidamente y con lealtad, el acuerdo de Londres.
Y añado, pensando no ya como español, stotí como
europeo, que es insigne locura, desvarío e irresponsabi-
lidad aplastante, dejar qu° el porvenir de Europa esté
pendiente de la suerte de las armas en la Península.
En rigor, si los españoles—y me refiero a los del otro
campo—quisieran dar muestras de su carácter y de
aquella altivez de que con tanta frecuencia y rio siem-
pre con razón blasonan, el Comité de Londres no haría
falta para nada; porque serían los mismos españoles,
por fin alumbrados acerca de en qué consiste su verda-
dero interés, los que harían reemprender el camino de
su patria a los invasores de España. (Aplausos que du-
ran largo rato.)
El Comité de Londres, delante de un problema euro-
peo presente y latente, toma los caminos, las determi-
naciones, propone los métodos que considera útiles para
resolverlo o para evitar ese conflicto; pero el Comité de
Londres no se cura, ni tiene por qué, del prestigio y de
la honra de los españoles. Y no se puede negar que el
acuerdo del Comité de Londres es un baldón bochor-
noso para nuestro país; porque viene a rectificar, a co-
rregir y, si se puede todavía, a enmendar la inconce-
bible locura de haber traído a la patria un poderío ex-
tranjero. Que sea necesario corregir desde fuera las fal-
tas de otros españoles, aunque sean enemigos nuestros,
me avergüenza. (Muchos aplausos.)
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LOS PRETEXTOS DE LA INVA-
SION
A los españoles que han favorecido y aprovechado la
invasión extranjera se les dice, para consolarlos, que
é&b, invasión, con todas sus incalculables consecuencias,
que todavía no se han puesto a la luz del todo, es la
piedra angular 'en que se ha de fundar el nuevo impe-
rio español. Fantástico imperio. Si un imperio español
fuese posible y deseable—que no lo es—, no bastaría el
decretarlo en una gaceta oficial o en unas arengas po-
líticas. Y seria un singular Imperio que, para nacer, co-
mienza- echándose a los pies de sus amigos y valedores,
dejándose ■ aherrojar por ellos. Cuando los españoles de
talla gigante fundaban imperios de verdad, no traían a
los extranjeros a pelear contra su propio país. Cuando
la Corona de España aspiraba, y casi conseguía, el do-
minio universal, los españoles iban a guerrear a la
Lombardía y a Ñapóles. Saqueaban a Roma, ponían pre-
so al Papa, sojuzgaban a los italianos—seguramente sin
ningún derecho y con excesiva dureza—; pero los sojuz-
gaban y no se Íes ocurría traer a ios italianos a España
a matar españoles en las orillas del Tajo y del Ebro, a
titulo de la fundación del imperio español. (Aplausos
entusiastas.) Y yo me pregunto si todos los colaborado-
res de la invasión extranjera, o los que la padecen—que
hay muchos que la padecen—, cuando vean las ciuda-
des arrasadas y los españoles muertos a millares por
obra de las armas extranjeras, se consolarán pensando:
"Es el imperio que nace." ¡Triste consuelo! Caso como
este no tiene semejanza en la historia contemporánea
de Europa. Para encontrar algo que se le parezca hay
que recordar las guerras civiles del siglo XVI y del si-
glo XVII, en que, so capa de guerra religiosa, se dispu-
taban el predominio político sobre el Continente. En-
tonces los españoles, soldados de un imperio, hacían en
Francia exactamente, el mismo papel que hacen ahora
en España los alemanes y los italianos; pero a los li-
li
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fueros católicos franceses que cooperaban con los Ejér-
citos invasores de España en Francia, no se les ocurría
decir que estaban fundando un imperio francés; y en-
tonces el sentimiento del patriotismo, la moral del pa-
triotismo y los dictados del sentimiento nacional, no
estaban en el punto a que en la Edad Moderna han
llegado; los motivos eran otros, y cuando tanto el np-
derío francés como cualquier otro de Europa se consti-
tuyó, se constituyó precisamente contra nosotros, no en
favor de nosotros. El día que un rey francés, a costa de
oír una misa, recobró su capital, el Ejército español,
que guarnecía París, abandonó la ciudad, tambor ba-
tiente, banderas desplegadas; y el rey Enrique, que los
veía salir, les dijo: "Señores españoles, encomendadme
a vuestro amo; pero no volváis más."
Este sentimiento, ¿no estallará en el alma de los es-
pañoles que se crean patriotas y que crean estar alen-
tados por un espíritu nacional, cuando, hace ya más de
tres siglos un rey francés lo profirió pensando eú la
libertad de su pueblo? Nosotros sí lo sentimos, sí lo
pensamos.
                             '-
Para nosotros, ia salida de los invasores de España
es ana cuestión de honra. En ninguna lengua del mun-
do se dice con tanta rotundidad: una cuestión de honra.
Creemos que debe serlo para todos y, por tanto, una cues-
tión previa; porque ninguna nación puede vivir decoro-
samente, ni tiene derecho al respeto ni a la amistad de
las demás, si ha perdido la honra y la libertad.
Las otras fases por que ha ido pasando el problema
de España, o están vencidas o están agotadas. Me re-
fiero, claro está, al pronunciamiento inicial y a la gue-
rra civil de que aquel pronunciamiento fué señal. Es un
hecho indiscutible que el pronunciamiento militar fra-
casó a las cuarenta y ocho horas, y estos dos años, en
que el poderoso concurso en hombres y material—más
importante quizá el del material que el de los hombres—
de Alemania y de Italia y la numerosa presencia de la
morisma, no han bastado para derrocar por la fuerza
a la República, están probando qué es lo que hubiera
li
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sido del pronunciamiento y de la guerra civil subsiguien-
te sin el auxilio exterior. Esto no es una afirmación o
una condolencia vana y puramente teórica, porque
está preñado de consecuencias de orden politico. La
guerra civil está agotada; no porque hayan arriado lai
banderas ni porque hayan suscrito nuestra tesis o nues-
tros puntos de vista políticos sobre la mejor manera de
gobernar nuestro pais. No. Está agotada por efecto de
la experiencia terrible de estos dos años. (Muy bien.)
If
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wmm^mmm
£L ERROR DE SUPONER QUE
EL PUEBLO ESPAÑOL NO SA-
BRÍA NI QUERRÍA DEFEN-
DERSE
En la base del ataque armado contra la República
había, entre otros, unos errores que conviene señalar.
Había, en primer término, un error de información abul-
tado y explotado por la propaganda: el error de creer
que nuestro país estaba en vísperas de sufrir una insu-
rrección comunista. Todos sabemos el .origen de aque-
lla patraña. Es un artículo de export-ción de Alemania
e Italia que sirve para encubrir empresas mucho más
serias. Una insurrección comunista el año 36, cuando el
Partido Comunista era el más moderno y el menos nu-
meroso de todos los partidos proletarios; cuando en
las elecciones de febrero los comunistas habían conse-
guido, incluso dentro de ta coalición, 17 actas que re-
presetkían menos tlel cuatro por ciento de todos los su-
fragios emitidos en aquella ocasión en España. ¿Quién
iba a hacer esa revolución? ¿Quién la iba a sostener?
¿Con qué fuerzas, suponiendo—quef ya es suponer—que
alguien hubiera pensado semejante cosa? La lógica hu-
biera prescrito que, ante una amenaza de este tipo o
de otro semejante contra el Estado republicano y con-
tra el Estado español, que no era comunista, ni estaba
en vías de serlo de alto a bajo ni en los costados, todas
esas fuerzas políticas y sociales, amedrentadas por esa
supuesta amenaza, se hubieran agrupado en torno al
Estado para defenderlo; hubieran hecho el cuadro en
torno suyo, porque al fin y al cabo era un Estado bur-
gués; pero, lejos de eso—lo cual prueba la falsedad .de
la tesis—, en lugar de defenderlo, lo asaltaron. Un
error, además, sobre el verdadero estado del país, que
no en vano venía siendo trabajado no ya desde la Repú-
blica, sino desae 1917. y ¡' se me apura un poco desde
comienzo del siglo, por una profundísima corriente de
transformación política. Y derivado de este error, otro
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todavía más grave: el error de suponer que el pueblo
español, "tacada por sorpresa, no habría ni podría ni
querría defenderse. Estos errores sirvieron de base, de
incentivo, al móvil inmediato, al móvil inmediato con-
fesable, que era defender los intereses, respetables, sin
duda, que se suponían amenazados por una revolución
bolchevique. Y las pasiones, que han llenado en España
un abismo que se va colmando de sangre española; y
el resorte original: la intolerancia castiza, la intoleran-
cia fanática. El enemigo de un español es siempre otro
español. Al español le gusta tener libertad de decir y
pensar lo que se le antoja; pero tolera difícilmente que
otro español ¿roce c*e la misma libertad y piense y diga
lo contrarío de lo rue él opina.
Conjugados todos estos elementos, se produce el al-
zamiento y ataque a mano armada contra la República;
y en ve? del triunfo fácil, del triunfo alegre para los
agresores, penoso únicamente para los agredidos, estalla
una calamidad nacional, que no tiene precedente en
la historia de España, con todas las consecuencias de
orden económico y político fácilmente previsibles, y que
no. dejaron de ser previstas para . cuando se produjera
un ataque contra la solución de término medio que re-
presentaba la República. Y ya estáis viendo; ya esta-
rán viendo el cuadro: el triunfo, en las nubes; cientos
de miles de muertos, ciudades ilustres y pueblos humil-
dísimos desaparecidos del mapa, lo más sano del ahorro
nacional convertido en humo, los odios enconados hasta
la perversidad, hábitos de trabajo perdidos, instrumen-
tos de trabajo desaparecidos, la riqueza nacional com-
prometida para dos generaciones. Y aquellos que con
esta operación, deseándola, preparándola, sirviéndola,
pensaban poner a salvo esta u otra parte de su rique-
za o de su interés, han averiguado ya que merced a su
operación han sufrido lesiones en el orden material y
en el orden moral mucho mayores que las que hubie-
ran podido sobrevenirles de la República, aunque la Re-
pública hubiera sido revolucionaria, y no moderada y
parlamentaria como realmente era.
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NO ES UNA GUERRA POLITI-
CA; es Una guerra contra
LA NACIÓN ESPAÑOLA ENTE-
RA, INCLUSO CONTRA LOS
PROPIOS FASCISTAS
El daño ya está causado, ya no tiene remedio. Todos
los intereses nacionales son solidarios, y donde uno quie-
bra todos los demás se precipitan en pos de su ruina;
y lo mismo le alcanza al proletario que al burgués, al
republicano que al fascista, a todos igual. Durante cin-
cuenta años los españoles están condenados a pobreza
estrecha y á trabajos' forzados, si no quieren verse en
la necesidad de sustentarse de la corteza de los árbo-
les. Y el proletario que percibiera o perciba un saiario
de 25 pesetas será más pobre que cuando percibía uno
de cinco o seis; y el millonario de pesetas se contentará
con ser millonario de perra chica o de céntimo todo
lo más. Esto ya no tiene remedio. Añádase a eso la em-
presa de desnacionalización, la empresa de despafioliza-
ción aneja e inherente a la presencia de los Gobiernos
y de las tropas extranjeras en España, la cual empresa
no se caracteriza ni se denota principalmente en el
orden militar, ni siquiera en el orden político o inter-
nacional, con ser tan grave. Donde se denota y se mues-
tra la guerra clavada implacablemente en lo más vivo
del ser español, es en el orden económico. Las sumas
gastadas por Italia y Alemania en España no las per-
donarían, ni olvidarían los esfuerzos hechos, ni aban-
donarían las posiciones tomadas. Y si los planes de los
agresores se realizasen, durante dos o tres generacio-
nes, lo más fructífero del trabajo español iría a las
arcas de Roma y de Berlín, para quienes estarían tra-
bajando las españoles, como les ocurrió a alguna de las
naciones vencidas «n la Gran Guerra, hasta que se de-
clararon en quiebra; porque España, en esas condicio-
nes, seria una nación vencida y sojuzgada.
Bt
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Por eso afirmo que muchos, cuando no todos los que
han calentado y sustentado la guerra civil en España
y todavía la sostienen, descubren ahora que en' la gue-
rra han comprometido y perdido mucho más de lo qu»
imaginaban comprometer o poder perder. Y ¡cuantos,
y no de los menores, darían ahora algo bueno por vol-
ver al mes de junio de 1936 y lo pasado pasado; y que
se borrase esta pesadilla; y sobre todo que se borrase
la responsabilidad de haberla desencadenado! La guerra
civil está agotada en sus móviles, porque ha dado exac-
tamente todo lo contrario de lo que se proponían sa-
car de ella; y ya a nadie le puede caber duda de que
la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno,
ni una guerra contra los Gobiernos republicanos, ni si-
quiera una guerra contra un sistema político: es una
guerra contra la nación española entera, incluso contra
los propios fascistas en cnanto españoles, porque será
la nación entera, y está siendo, quien la sufra en su
cuerpo y en su alma.
t\.
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¿QUE NEGOCIO HA SIDO ESTE,
DE DESENCADENAR LA GUE-
RRA CIVIL EN ESPAÑA?
Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde
viniere, aunque hubiese sido revelado en una zarza ar-
diendo, tiene derecho, para conquistar el poder,' a so-
meter a su país al horrendo martirio que está sufriendo
España. (Muy bien.) La magnitud del dislate, el gigan-
tesco error, se mide más fácilmente con una conside-
ración menos dramática, casi vulgar. Hace dos años que
empezó este drama, motivado aparentemente, en el or-
den político, por no querer respetar los resultados del
sufragio universal en el mes de febrero del 36. Han pa-
sado dos años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad
de las situaciones políticas en España y con las fluc-
tuaciones propias de las instituciones democráticas y
de las variantes de la voluntad del* sufragio popular,
si en vez de cometer esta locura se hubiera seguido en
el régimen normal, a estas hor"as es casi seguro que
estaríamos en vísperas de una nueva consulta electo-
ral, en la cual todos los españoles, libremente, podrían
probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio
ha sido este de desencadenar la guerra civil en Espa-
ña? (Entusiastas y prolongados» aplausos.)
Si convierto ahora la mirada a otros puntos del hori-
zonte, es de advertir, hablando siempre con la misma
lealtad, que, en cuanto el Estado republicano y la masa
general del país .se repusieron del aturdimiento, de la
conmoción causados por el golpe de fuerza, empezaron »
reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y cier-
tas verdades que habían sido inundadas por el aluvión,
volvieron a ponerse a flote y a entrar en nueva vigen-
cia; y por fortuna hoy nadie las desconoce: por fortu-
na, porque no se. pueden infringir impunemente. Des-
taco entre ellas que todos los españoles tenemos el mis-
mo destino. Un destino común en la próspera y en lft
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adversa fortuna. Cualesquiera que sean la precesión re-
ligiosa, el credo político, el trabajo y el acento. Y que
nadie pueda echarse a un lado y retirar la puesta No
es que sea ilícito hacerlo; es que, además, no se puede.
Que el Estado- en sus fines propios es insustituible, y
no hay Estado digno de este nombre sin sus bases fun-
cionales, cuales son: el orden, la competencia y la res-
ponsabilidad. Que no puede fiarse nada a la indisci-
plina ni al arbitrio personal, ni confiarse hada a la im-
provisación, como no se quiera decir que improvisación
es hacer pronto y bien las cosas que la torpeza o la de-
sidia hacían tarde y mal; fuera de ello, en- la vida no
se improvisa nada, y cuando se habla de improvisación
se dice un vocablo vicioso o vacío, y cuando la improvi-
sación se confunde con el arbitrismo se cosechan ton-
terías, novatadas y fracasos. Y, por último, que nues-
tra guerra, tal como nosotros la entendemos y padece-
mos, es una guerra de defensa, y su justificación única
reside precisamente en la defensa del derecho estatuido
para garantía de la libertad de toda la nación y. de la
libertad política dé sus miembros, sin que sea lícito an-
teponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni
hacer desviar hacia ellos la guerra misma, por respeta-
bles y venerables que sean esos fines. (Muy bien.)
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LA RECONSTRUCCIÓN NACIO-
NAL TÍENE QUE SER OBRA DS
TODOS LOS ESPAÑOLES
Muchas veces, o, si no muchas, algunas, me he hecho
intérprete de estas verdades ante el público en gene-
ral: hace más de año y medio, en aquellos días rudísi-
mos, cuando la política y la guerra conjugaban su silueta
sombría, alcé la voz en Valencia para recordar a todos,
con aprobación del Gobierno, que el Estado republicano
sostiene ía guerra porque se la hacen; que nuestros fines
de Estado eran restaurar en España la paz y un régimen
liberal para todos los españoles; que nosotros no sopor-
taremos ningún despotismo, ni de un hombre, ni de un
grupo, ni de un. partido, ni de una'clase; que los españo-
les somos demasiado hombres para someternos callada-
mente a la tiranía de la pistola o a la sinrazón de la
ametralladora; que en la guerra no se ventila una cues-
tión de amor propio; que el triunfo de la República no
podría ser. el triunfo de un caudillo ni de un partido,
sino el triunfo de la nación entera, restaurada en su so-
beranía y en su libertad. (Grandes aplausos.) Sin amor
propio, porque en una guerra civil—yo lo digo desde lo
más profundo de mi corazón—no se triunfa personal-
mente sobre un compatriota.
Y   más tarde, también en Valencia, me levanté para
decir que no es aceptable una política cuyo propósito sea
el exterminio del adversario, exterminio ilícito y además
imposible; y que sí el odio y el miedo han tomado tanta
parte en la incubación de este desastre, Juabría que di-
sipar el miedo y habría que sobresanar el odio, porque
por mucho que se maten los espaüoles unos contra otros,
todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de
resignarse—este es el vocablo—a seguir viviendo juntos
si ha de continuar viviendo la nación. (Aplausos.)
Y  hablando en Madrid al ejército que defiende la ca-
pital—un ejército español, como todos los nuestros—, le
• dije, -sacando a luz su más íntimo sentir, corroborado
ti
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por las lágrimas y por los aplausos de aquellos valientes
soldados que estaban luchando en casa propia, que se
identificaba su causa con la causa nacional y que lucha-
ban por su libertad, pera también por la libertad de los
que no quieren la libertad. (Grandes aplausos.) Y ellos
lo aceptan y lo saben. Esta es la grandeza inconfundi-
ble , del Ejército español, del Ejército de la República,
el Ejército que es ahora, verdaderamente, la nación en
armas, en cuyas filas, tanto el burgués como el proleta-
rio, tanto el intelectual como el manual, luchan y mue-
ren juntos y aprenden a conocer y a saber que por en-
cima de todas las diferencias de clase y por encima de
todos ios contrastes de teorías políticas está no sólo la
indomable condición humana que a todos nos iguala,
sino ¡a emoción de ser españoles, que a todos nos dig--
niñea. (Entusiastas y prolongados aplausos.) Este Ejér-
cito, qua con su tesónj con su espíritu de sacrificio, con
su terrible aprendizaje, está formando y ha formado el
escudo necesario para que, entretanto, la verdad y la
justicia se abran paso en el mundo, forja con sus puños
y calienta con su sangre el arquetipo de una nación Ubre.
Su causa, por española que sea, tiene una repercusión
en todo el mundo. Hacia estos combatientes va no sólo
nuestra admiración, sino nuestro profundo respeto. Te-
jed con vuestro aplauso la corona cívica que merece su
ejemplar ciudadanía. (La emoción se eleva al máximo.
El público, puesto en pie, tributa entre lágrimas y batir
de palmas una ovación inenarrable a nuestro Ejército y
al orador.)
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EL PORVENIR DE ESPAÑA
Ellos forjan el porvenir, y yo del porvenir no sé nada.
El papel de profeta no me cumple. Y como además es-
toy en mi patria, no quiero forzar la veracidad del ada-
gio. Del porvenir ha hablado el Gobierno y está más en
su función. Hace pocas semanas, él Gobierno de Ja Re-
pública ha promulgado una declaración política: lo que
yo encuentro es la pura doctrina republicana. Yo nunca
he profesado otra, y al prestarle mi previo asentimiento
a esa declaración, sin ninguna reserva, no hice más que
remachar y repasar todos mis pensamientos y palabras
de estos años. Para llenarla de contenido cada día más,
para realizarla a fondo, no deben ponerse obstáculos al
Gobierno, a este o a otro Gobierno que sustente la mis-
ma doctrina.
                     ^
Y es de advertir que no puede h>ber ningún Gobierno
que no la sustente. En esa declaración, hablando del
porvenir, el Gobierno alude, más que alude, nombra ex-
presamente la colaboración de todos los españoles el día
de mañana, después de la guerra, en la obra de recons-
trucción de España. Ha hecho bien el Gobierno en de-
cirlo así. La reconstrucción de España' será una tarea
aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio
personal de nadie, ni siquiera de un corto número de
personas o «fe técnicos: tendrá que ser obra de la col-
mena española en su conjunto, cuando reine la paz;
una paz que no podrá ser más que una paz española y
una paz nacional: una paz de hombres libres; una paz
para hombres libres. (Muy bien. Aplausos.)
Entonces, cuando los españoles puedan emplear en
cosa mejor este extraordinario caudal de energías que
estaba como amortiguado y que se ha desparramado con
motivo de la guerra; cuando puedan emplear en esa
obra sus energías juveniles, que por lo visto son inextin-
guibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirá, la
gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se
comprobará una vez más lo que nunca debió ser des-
conocido por los que lo desconocieron: que todos somos
a*
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* hijos del mismo sol y tributarlos del mismo arroyo. Ahi
está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento
patriótico, no en rcn dogma que pxeluya de la nacionali-
dad a todos ios que no lo profesan, sea un dogma reli-
gioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico
de^ la nación y del Estado! Nosotros vemos en la patria
aba libertad, fundiendo en ella no sólo los elementos
materiales de territorio, de energía física o de riqueza,
sino todo el patrimonio moral acumulado por los espa-
ñoles en veinte siglos, y que constituye el título gran-
dioso de nuestra civilización en el mundo.
Habla de reconstrucción el Gobierno. Y en efecto: re-
construcción será en todo aquello que atañe al 'cuerpo
físico de la nación, a las obras, a los instrumentos ds
trabajo, etc.; pero hay otro capítulo, en otro orden de
cosas, en que no podrá haber reconstrucción: tendrá que
ser construcción desde los cimientos, nueya. Y esto por
motivos, por causas que no dependen de la voluntad de
los hombres, ni de los programas políticos, ni de las
aspiraciones de nadie. En primer lugar, ía conmoción
que ha producido la guerra, echando por el suelo todas
las convenciones sociales en vigor (no me refiero a las
convenciones de tipo jurídico, sino a las convenciones
de la vida social, del trato entre hombres), echándolas
por el suelo y poniendo à cada cual en el trance terri-
ble de optar entre la vida y la muerte. Todo el mundo,
altos y bajos, han mostrado ya sin disfraz lo que llevan
dentro, lo que realmente son, lo que realmente eran. D¡;
suerte que hemos llegado, por causas no precisamente
de las operaciones militares, sino de toda la conmoción
que ha producido y produce la guerra, a una especie de
valle de Josafat, como después del acabamiento del
mundo, en ei que nadie puede engañarse ni engañar-
nos. Todos sabemos ya quiénes éramos todos. Muchos
se han engrandecido. ¡Dichoso el que muere antes de
faftber enseñado el límite de su grandeza! Muchos no
han muerto, por desgracia para ellos. (Grandes aplau-
sos.) Esta situación de orden moral creará en el.porve-
nir de Kspafis nn» citu&dAn digamos incómoda, porque,
• 1
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en eíecto, es dîfiesi vivir «a una aotíedttó sta disfrse,
s cada cual tendrá delante ese espejo mágico donde ya
no se verá con i» fisonomía del mañana, sino donds
siempre que se asir» encostrará lo que ha sido, lo que
h* hecho y lo que ha dicho durante la guerra. (Muy
bien. Muy bien. Grandes y prolongados aplausos.) Y na-
die lo podrá olvidar, no por espíritu de venganza, sino
como nó se pueden olvidar los rasgos de la fisonomía ds
-una persona.
Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas
y profundas consecuencias, como probará el porvenir;
además de este fenómeno de orden psicológico y mora;
respecto de las personas, hay otro mucho más Impor-
tante: nunca ha sabído nadie ni ha podido predecir na-
die lo que se funda con una guerra. ¡NuncaI Las gue-
rras, sean o no exteriores, y sobre todo las guerras ci-
viles, se promueven o se desencadenan con estos o ios
otros programas, con estos q los otros propósitos: hasta-
donde llega la agudeza, el Ingenio o el talento de la;?
personas; pero jamás en ninguna guerra st ta podido
descubrir desde primer día cuále:» van a ser sns pro-
fundas repercusiones en el orden social y en et orden
político y f-B !a vida moral de los interesados en la
guerra. Cons s nue la guerra no consiste sólo en las ope-
raciones mil tares, ni en ios movimientos de los ejér-
citos, ni en ias batallas. No. Eso es el signo y la de-
mostración ie otra cosa mucho más profunda y más
vasta y mi's grande: ese es el signo de dos corrientes
de order i, ;ral, de dos oleadas de sentimiento, de dos
estados de animo que chocan, que se encrespan, que lu-
chan ej une contra el otro, y de los cuales se obtiene
una resultante que nadie ha podido nunca calcular.
íNadie! ¡Nunca!-(Muy bien.)
Guerras emprendidas para imponer en el mundo la
unidad dogmática han producido la proclamación de la
libertad de conciencia en Europa y el estatuto político
de los países disidentes de la unidad católica; guerras
emprendidas para imponer la monarquía universal lian
producido el levantamiento liberal, entre otro», del prae»
2c?
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tilo ««¡pañol; guerras emprendidas para abatir un mili-
tarismo, lo han dejado más vivo, lo han hecho retoñar
maa vigoroso y han hecho triunfar una revolución so-
cial. Nuestras propias guerras son ejemplo de lo que
digo. Y no me refiero tampoco a la estructura política
ni a las constituciones o a los decretos que vayan a ha-
cer los Gobiernos de mañana. No. No es eso. Es ¡a con-
moción profunda en la moral de un país, que nadie,.
puede constreñir y que nadie puede encauzar. Después
de un terremoto es difícil reconocer el perfil del terre-
no. Imaginad una montaña volcánica, pero apagada, en
cuyos flancos viven durante generaciones muchas fami-
lias pacíficas. Un día la montaña entra de pronto en
erupción; causa estragos, y cuando la erupción cesa y
se disipan las humaredas, los habitantes supervivientes
miran a la montaña y ya no les parece la misma, no
reconocen su perfil, no reconocen su forma. Es ía misma
montaña, pero de otra manera; y la misma materia en
fusión que expele el crátei^ cuando cae en tierra y se
solidifica, forma parte del perfil del terreno y hay que
contar con ella para las edificaciones del día de ma-
ñana. (Muy bien. Aplausos.)
Este fenómeno profundo, que se da en todas las gue-
rras, me Impide a mi hablar del porvenir de España en
el orden político y en el orden moral, porque es un ero-
fundo misterio—en este país de las sorpresas y de las
reacciones inesperadas—lo que podrá resultar él día en
que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que
han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta
acumulación de males ha de salir el mayor bien posible,
será con este espíritu. Y desventurado el* que no lo
entienda así. No tengo el optimismo de un Pangloss ni
voy a aplicar a este drama español la simplísima doc-
trina del adagio de que "no hay mal que por bien no
venga". No es verdad. No es verdad. Pero es obligación
moral, sobre todo de los que padecen'la guerra, cuando
se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar
de la lección y de la masa del escarmiento el mayor
Men posible; y cuando la antorcha pase a otras manos,
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a otros hombres, a otras generaciones que se acordarán,
si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda
y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la
intolerancia y con el odio y con el apetito de destruc-
ción, que piensen en los muertos y qne escuchen su lec-
ción: la de esos hombres que kan caído embravecidos
en la batalla, luchando magnífica mente por un ideal
grandioso, y que ahora, abrigados en la tierra materna,
ya no tienen odio ya no tienen rencor, y nos envían,
con los destellos de su luz tranquila y remota como la
de una estrella, el mensaje de la Patria Eterna, que
dice a todos sus hijos: PAZ, PIEDAD, PERDÓN. (El pú-
plico, entusiasmado y en pie, tributa al orador una ine-
i.írrable ovación .¡ue dura varios minutos.)
M
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