Discurso pronunciado por el señor
residente de la República
el día 18 de julio de 1938
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Cada vez que los Gobiernos de la República han es-
timado conveniente que me dirija a la opinión general del país, lo he hecho desde un punto de vista imperso- nal, dejando a un lado las preocupaciones más urgen- tes y cotidianas que no me incumben especialmente, para discurrir sobre los datos capitales de nuestros pro- blemas, confrontados con los intereses permanentes de la nación. |
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HABLO PARA TODOS, INCLUSO
PARA LOS QUE NO ME QUIE- REN OIR |
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A pesar de todo lo que se hace para destruirla, Espa-
ña subsiste. En mi propósito y para fines mucho más im- portantes, España no está dividida en dos zonas deli- mitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una vo- luntad que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que por distintos motivos contrapuestos acá o allá lo aborrecen. Es un deber estricto hacerlo así: un deber que no me es privativo, ciertamente; pero que domina y subyuga todos mis pensamientos. Añado que |
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¡xa ais cuesta ningún esfuerw» cumplirlo; todo lo oon-
trario. Al cabo d* dos años en que todos mis pensamien- tos políticos, como lot vuestros; «n qus toaos mis senti- mientos de republicano, como los vuestros, y en qua mis ilusiones de patriota, también como las vuestras, ss han visto pisoteados y destrozados por una obra de ex- terminio atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: en un banderizo obtuso, fanático y cerril, (Muy bien.) Incumbe a los Gobiernos dirigir la política, dirigir 1*
guerra; los cuales Gobiernos se forman, subsisten o pe- recen según los vaivenes de su fortuna o de su popula- ridad, como los aprecian los órganos responsables en los que se representan y por los que se expresa la opi- nión pública. Y puesto a discurrir sobre la. política y sobre la guerra desde aquel punto de vista que he nom- brado, y que me pertenece por obligación, he procurado siempre afirmar verdades que ya lo eran antes de la guerra, que lo son hoy, como seguirán siéndolo mañana. Seguramente estas verdades las hemos descubierto entre todos, cada cual a su manera: unos las han descubierto por puro raciocinio, otros las han descubierto por los im- placables golpes de la experiencia. Lo que importa es te- aer rasen, y despees de tener rasen imperte casi tanta saber defenderla; parque sería triste cosa que, teniendo razón, pareciese come sí la hubiésemos perdido a fuer- as de palabras locas y de hechos reprobables. Es seguro que a larga'la verdad y la Justicia se abren paso; mas para que_,se lo abran es Indispensable que la verdad se depure y se acendre en lo íntimo de la conciencia y se acicale bajo la lima de un juicio independiente y que saiga a la luz con el respaldo y el seguro de una respon- sabilidad. He deseado y procurado siempre que todos lo hagan así. El derecho de enjuiciar públicamente sub- siste a pesar de la guerra, salvo en aquellas cosas que pudieran perturbar conocidamente lo que " es propio y exclusivo de las operaciones de la defensa. Y de esa ma- nera cada cual aporta su grano de arena a formar la optelen, Fsro mes que ran derecho es ana obligación |
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insjperiosa, ineXiKMbfe, e» todos los que de uea aranera
o de otra toman parte en la vida pública. Es un* obligación difícil de cumplir. ¡Cómo no va a m?1s! DMu&itado lo sé. Para veneer esa dificultad se rso»- míenda mucho como higiene moral el ejercicio cotidia- no de actos de valor cívico, menos peligrosos que los actos de valor del combatiente en el campo de batalla, pero no menos necesarios para la conservación y la sa- lud de la República. En esa ':t>. -ea de aconsejar a la opinión o, más exac-
tamente, Oí poner a la opinión en condiciones de saber lo cue coi.viene al país, no he regateado nunca mi par- te; tampoco hoy. Pienso que en España, amigos y ene- migos están habituados a escucharme como a un hom'» bre que nunca nice lo contrario de lo que siente. O a no escucharme y por idéntica razón. Con estas advertencias llamo, en primer término,_vues-
tra atención sobre un hecho que todos conocéis: de to- das las fases por que ha ido pasando este drama espa- ñol, la que hoy predomina y absorbe a todas las demás «a la fase internacional. |
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EL ASPECTO INTERNACIONAL
DEL PROBLEMA ESPAÑOL M dn ma español surgió, aparentemente, con los ca-
racteres de un problema interior de España, como un gigantes o problema de orden público. Todos los Go- biernos de la República se han esíorzado por situarlo asi y parque no fuese más; y ya era bastante. Y la Sinceridad de los propósitos y de las intenciones de to- dos los Gobiernos de la Repúblioa no puede ponerse en duda, aunque no sea más—si nc hubiera otras razones— que por la consideración de su propia conveniencia: por- "que de que el drama español dejase de ser un conflicto nuestro, sólo mayores desventuras y calamidades y con- flictos podrían venir. Pero el ataque a mano armada contra la República descubrió pronto sa aspecto de pro- blema Internacional. ¿Lo descubría porque unos grupos ■ocíales, o unas fuerzas políticas, o las fuerzas armadas del Estado se rebelaban contra el régimen estableci- do? No. Se revelaba esa fase porque otros Estados euro- peos, especialmente Alemania e Italia, acedía :i decidi- damente con horahrea y materia! eu apoyo de las que «tacaban violentamente a la Repáblica. ¿Y por qué «(radian? ¿Por qué lea prestaban este apoyo? ¿Acaso por pura simpatía política, o emprendiendo lo que se lla- maría malamente una cruzada ideológica? No. En el fondo, al Estado alemán y al Estado italiano les impor- ta muy poco cuál sea el rêglmea político de España; y «i ia República Española se hubiera prestado a entrar en el sistema de política occidental europea que planteaba el Gobierno italiano y a deshacer el "statu quo" actual y a servir los intereses de la naciente hegemonía Italiana en el Mediterráneo, ¡ahí, ea seguro que en Rema y Ber- lin ce nubiesa declarado que'la República Española era sa arquetipo üc erganizfeeion estatal, .bes prestaban esa ayuda para incorporar a España, con todo ¿o que Es- pato eifXJlflsa, % SíSasr 4® m defeUidaû Hsitts*r, &l gs- r
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tepia que nace en Piorna y que no me voy a cansar en
définir, porque todos lo conocéis. (.Aplausos.) Cuando los síntomas probatorios de esta situación apa-
recieron y los divulgamos y los dimos a conocer al mun- do entero, no fuimos creídos. Se pensó tal vez que eran artículos para la exportación, trabajos de la propagan- da; y yo mismo, allá por Julio o agosto del 36, en las primeras manifestaciones públicas que mee para el ex- tranjero sobre nuestra cuestión, lo dije así. Debieron creer que yo me habia adscrito á los servicios de propa- ganda. Después, los Gobiernos de la República, incesan- temente, han llevado a todas partes las pruebas de este hecho; pruebas irrefutables que destruían la convencio- nal actitud de fingir una duda; y todas las pruebas fueron recibidas con una reserva desconfiada o una sim- patía taciturna; pero ya nadie lo pueae poner en duda, nadie puede aceptar la posición de la duda, y ha sido preciso, para que estas dudas no puedan subsistir, ni siquiera como artificio de discusión, que los propios agre- sores comiesen la agresión, se jacten de ella, expliquen sus fines; y no sólo esto, sino que conviertan la agre- sión en moneda de cambio y en materia de regateo y contrato. (Grandes aplausos.) Delante de esta situación, ¿qué han hecho los Gobier-
nos de la República? ¿Acaso declarar la guerra a Italia y a Alemania? No. Han ido con su derecho a las ins- tituciones internacionales creadas para el mantenimien- to de la legalidad. España, sobre todo con la República. había tomado en serio ios propósitos, aunque no siem- pre los métodos, de la Sociedad dé Naciones y se había adherido a los principios que inspiran los planes de se- guridad colectiva. Y aunque todos los españoles, por ran.' caso, estaban unánimes en mantener en nuestro pals una legalidad a todo trance y costa, España aceptó las limitr.clories' que, respecto a esa política de neutralidad, contiene y contenía el Pacto de la Sociedad de Nacio- nes, con tal de sumarse a una obra superior de interés general. |
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ACTUACIÓN DE LA REPÚBLI-
CA FUENTE A LA SITUACIÓN INTERNACIONAL La República inscribió en su Constitución los princU
pios generales del Pacto. La República, se sumó a la política de sanciones, cuando el ataque italiano contra Etiopía, secundando la política de los poderosos de la tierra, que entonces tenían la fortuna de que su inte- rés nacional coincidiese con los dictados que rigen la vida moral de la Sociedad de Naciones. Cuando la po- lítica de sanciones fracasó—por lo que todo el mundo sabe—, la República Española quedó expuesta, descu- bierto el costado, a las represalias del rencor. Pocas se- manas después de decretarse la abolición de las sancio- nes y todavía vivo el conflicto de Etiopía, comenzaba la agresión italiana contra nuestro pais. Y no sólo esto. España, lo mismo bajo la Monarquía que bajo la Repú- blica, se ha mantenido fiel al sistema de equilibrio y de "statu quo" en la Europa occidental y en el Medi- terráneo: equilibrio basado en la hegemonía británica y la libertad de comunicaciones marítimas de Francia con su imperio de Africa. No nos ligaba a este sistema ningún pacto, ni público ni secreto; ninguna alianza, ningún tratado. Pero era ¡a consecuencia natural de nuestro estado interior, de nuestra posición en el mapa de Europa. Trastornarlo hubiera supuesto un esfuerzo gigantesco en el orden militar, completamente estacio- nado, desproporcionado a los recursos del país y sin nada que ver con su conveniencia fundamental. Tales han sido los crímenes de la República en el or-
den internacional. Cuando los Gobiernos de España fue- ron ft presentar sus reclamaciones, o sus alegaciones, donde debían—y no sólo a Ginebra—, todos los proyec- tos propuestos, o solicitados, o requeridos por el Go- bierno «spaftol, fracasaron. Y ¿por qué? La tesis con- sist» es decir nue *J dar paso a las reclamaciones de', |
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Cxoblerno español, por justas que fuesen, habrían produ»
cldo la guerra general. Nunca he podido admitir la rea- lidad de esta tesis. No se puede admitir, no en el orden teórico, sino en el orden d« hecho,. tal como e«tén situado» los factores políticos en ICurop». No se puede admitir que él. mantenimiento sereno y digno de las obligaciones pactadas fuese a producir un conflicto in- ternacional. Opinión que, dicha por mí, podía parecer interesada; pero en ella me acompañan eminentes esta- distas extranjeros, que han tenido sobre sí la responsa- bilidad del poder en sus países durante los días má& agudos de la crisis, y opinan lo mismo. Es, por otra parte, calumnioso y desatinado afirmar
que el Gobierno, éste a otro, de la República ha busea- do, ha deseado nunca una guerra general para disolver en ella nuestra problema nacional. Sería una táctica equivocada atosigar a los demás
con los peligros que corren con una u otra política. Ês impertinencia tratar de explicar a los demás en qué consiste su Interés nacional. Ya ellos lo saben bien dé sobra. Sería pueril creer que la política internacional de un pafe puede fundarse, no ya exclusivamente, pero ni siquiera principalmente, en la semejanza o diferencia de les regímenes políticos. La política Internacional de un país está determinada
por datos inmutables o de muy difícil mudanza; y por debajo de los regímenes políticos hay valores de otro orden que la rebasan y que en realidad la subyugan'. Me excuso de poner ejemplos del exterior, que son bien palpitantes y están en la noticia de todos; Basta volver la vista a nuestro país. La República ha hecho la mis- ma política internacional que la Monarquía y por Igua- les razones. Pero dentro de esto y dejando a salvo el interés nacional de cada cual como lo entienda, es in- negable que existen contactos, repercusiones, probables Interferencias, que forman parte de aquel mismo Inte- rés nacional y que constituyen el terreno común para una Inteligencia en favor de la paz y la protección de la independencia de cada uno. t
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Asi entiendo el problema. Todo lo que los Gobiernos
de la República han hecho sobre el particular no ha rebasado. nunca los limites decentes que la discreción exterior impone. Y es absolutamente absurdo suponer que nadie con responsabilidad en la República Españo- la ha tenido el pensamiento, ni el deseo, ni la intención de zafarse del conflicto nuestro interior, provocando una conflagración europea; para semejante dislate militan muchas razones; meses hace que expuse algunas. Mili- tan todas las razones de humanidad, de prudencia hu- mana y de sabiduría de la conducta en la vida que hay siempre contra cualquier género de guerra; milita, ade- más, que los españoles ya tenemos bastante, y aun de sobra, con la guerra que estamos sufriendo; y sobre eso, una consideración de orden político bastante clara: si, por causa de la guerra de España, hubiese en Europa una conflagración general, la causa de España queda- ría relegada a muy segundo término y la solución que adviniera no tendría nada que ver, ni por casualidad, con los intereses fundamentales que nosotros represen- tamos y defendemos. Es, por tanto, indispensable que se acallen las imaginaciones quiméricas que esperaban o temían actos de desesperación del Gobierno de la Re- pública. En primer lugar, aquí nadie está desesperado; y en segundo término, si las dificultades creciesen, to- davía sería desatinado remedio provocar una dificultad mayor y seguramente indcminable. (Grandes aplausos.) |
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LIMITAR LA GUERRA DE ES-
PAÑA ES OBLIGACIÓN DE LOS DEMÁS Los hombres de mi generación recibimos todavía en la
adolescencia la impresión del desastre de 1838. Huella terrible que, en ciertos aspectos, ha dominado toda nues- tra vida pública. Hemos pasado cuarenta años escarne- ciendo aquella política, sin piedad para ella, sin tomar en cuenta ninguna de las excusas posibles que un políti- co encuentra siempre para justificar su posición; y sería demasiado a estas alturas que tuviéramos que someter- ' ' nos a la cruel burla del destino de cometer un dislate to- davía más grande. Por mi parte, no podría resignan: :fi a prestar una aparente aprobación, ni siquiera con mi muda presencia, a ningún acto de ningún Gobierno que pareciese inspirado, directa o indirectamente, en el pro- pósito de convertir la guerra de España en ux.a guerra general. (Muy bien.) Las tesis que han prevalecido en el exterior entre los
que se ocupan de nuestro problema, en cuanto al pro- blema europeo, consisten en afirmar que es indispensa- ble limitar la guerra de España y extinguir la guerra de España. Se entiende por limitar la guerra de España tomar aquellas precauciones y aquellas medidas que eorten el peligro de conflagración general salido de nues- tro problema; y por extinguir la guerra de España, la pacificación de nuestro país. He tenido ocasión de de- eir, ya meses hace, que limitar la guerra de España es obligación de los demás;'porque no hemos sido nosotros quienes hemos extendido la guerra de España a los in- tereses de otras potencias; que incumbe a los demás U- - mitar la guerra de España. Nosotros no tenemos medios de impedir que desembarquen en España los millares de hombres y ios millares y miliares de toneladas de material de guerra de Italia y Alemania; incumbe a los demás limitar la guerra de España; extinguir la gue- |
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it* öe España incombe » ios españoles; pera les iit-
enmbe, les incumbirá, cuando haya desaparecí Ha de la Península el baldón do Ignominia que supone la pre-. aencia de dos Ejércitos extranjetos luchando contra 4$s^ «spañoles. Antes, no. Para limitar la guerra de España, secundando aquella iniciativa exterior y desmintiendo una vez más los supuestos propósitos de los Gobiernos españoles favorables a Una conflagración general, la Re- pública ha consentido sacrificios inmensos, sacrificios en su interés, sacrificios en su,, derecho. A tocio lo largo de la lamentable historia de la política cíe no interven- ción está siempre el sacrificio de la República y de los .Gobiernos republicanos. Del valor moral, de la energía cívica, de la perspicacia política que haya en el fondo de la política de no intervención, la historia juzgará; pero, nosotros estamos autorizados para decir desde aho- ra que, sin dudar de las buenas intenciones de los de- más, tal como ha funcionado y funciona la política de no intervención, ha parecido que el único que no tenía derecho a intervenir en la ¡ruerra de España era el Go- bierno español. (Aplausos.) |
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NUESTRA POSICIÓN ES CONOCIDA:
QUE SE VAYAN LOS INVASORES Producto de esa tesis y órgano de esa política son el
Comité de Londres "y su acuerdo reciente, que todos co- nocemos. Por fin, las potencias signatarias del acuerdo de no intervención han llegado a aprobar un texto, en virtud del cual, con estos o los otros métodos se reti- rarán de España estos que llaman los voluntarios ex- tranjeros. Hace un año por ahora, un texto aproxima- damente igual no pudo ser aprobado en Londres, cier- tamente no por culpa del Gobierno de la República; y yo considero que si ese texto se hubiera aprobado el año anterior, a pesar de todas las tardanzas y disquisicio- nes qne pudieran ponerse en su ejecución, ya estaría cumplido y España pacificada. Porque si hace falta limi- tar la guerra y extinguir la guerra y para cada cual es un deber distinto, yo añado ahora que limitar la guerra de España, si en efecto'se limita, es extinguirla; porque la guerra en España está única y exclusivamente man- tenida por la invasión extranjera. ¿Qué vale el acuerdo de Londres? Es por de pronto de mala fe dudar de la actitud de España frente a ese acuerdo. En primer lu- gar, el Gobierno üfi_la República no tiene que pedir per- miso a nadie para aceptarlo o para rechazarlo; y en segundo término, el Gobierno de la República, que man- tiene la tesis de que el conflicto español debe quedar reducido—como siempre lo ha mantenido—a un conflic- to interno, no puede negar paso a medidas qué tengan el propósito de darle una más o menos remota reali- dad. Es bueno que se sepa que ya en septiembre del 36 no faltó quien recomendase y señalase ese camino sin resultado, y que desde entonces acá los Gobiernos, unas veces en Ginebra, otras veces en Londres, o donde lo han podido hacer, han insistido continuamente, recla- mando una solución a este particular. Nunca hemos pe- dido otra cosa. El Gobierno podrá hacer las salvedades de principio de realización, criticar o pedir aclaraciones, modificar estos o los otros puntos; pero en el fondo |
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del asunto nuestra voluntad y la voluntad del Gobier-
no es de sobra conocida: que se vayan los invasores de España y nos resignaremos a que se vayan también los hombres que voluntariamente y de verdad han ve- nido a defender la República; pero que se vayan. La República y la paz de España habrían dado entonces un paso de gigante. Yo no sé si se cumplirá o no; no tengo noticias^de
lo que ocurre en los recónditos despachos donde los di- plomáticos cuchichean; pero si de verdad se quiere ale- jar de Europa el peligro de la guerra y si de verdad se quiere pacificar a España, no hay sino cumplir a fondo, rápidamente y con lealtad, el acuerdo de Londres. Y añado, pensando no ya como español, stotí como
europeo, que es insigne locura, desvarío e irresponsabi- lidad aplastante, dejar qu° el porvenir de Europa esté pendiente de la suerte de las armas en la Península. En rigor, si los españoles—y me refiero a los del otro
campo—quisieran dar muestras de su carácter y de aquella altivez de que con tanta frecuencia y rio siem- pre con razón blasonan, el Comité de Londres no haría falta para nada; porque serían los mismos españoles, por fin alumbrados acerca de en qué consiste su verda- dero interés, los que harían reemprender el camino de su patria a los invasores de España. (Aplausos que du- ran largo rato.) El Comité de Londres, delante de un problema euro-
peo presente y latente, toma los caminos, las determi- naciones, propone los métodos que considera útiles para resolverlo o para evitar ese conflicto; pero el Comité de Londres no se cura, ni tiene por qué, del prestigio y de la honra de los españoles. Y no se puede negar que el acuerdo del Comité de Londres es un baldón bochor- noso para nuestro país; porque viene a rectificar, a co- rregir y, si se puede todavía, a enmendar la inconce- bible locura de haber traído a la patria un poderío ex- tranjero. Que sea necesario corregir desde fuera las fal- tas de otros españoles, aunque sean enemigos nuestros, me avergüenza. (Muchos aplausos.) |
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LOS PRETEXTOS DE LA INVA-
SION A los españoles que han favorecido y aprovechado la
invasión extranjera se les dice, para consolarlos, que é&b, invasión, con todas sus incalculables consecuencias, que todavía no se han puesto a la luz del todo, es la piedra angular 'en que se ha de fundar el nuevo impe- rio español. Fantástico imperio. Si un imperio español fuese posible y deseable—que no lo es—, no bastaría el decretarlo en una gaceta oficial o en unas arengas po- líticas. Y seria un singular Imperio que, para nacer, co- mienza- echándose a los pies de sus amigos y valedores, dejándose ■ aherrojar por ellos. Cuando los españoles de talla gigante fundaban imperios de verdad, no traían a los extranjeros a pelear contra su propio país. Cuando la Corona de España aspiraba, y casi conseguía, el do- minio universal, los españoles iban a guerrear a la Lombardía y a Ñapóles. Saqueaban a Roma, ponían pre- so al Papa, sojuzgaban a los italianos—seguramente sin ningún derecho y con excesiva dureza—; pero los sojuz- gaban y no se Íes ocurría traer a ios italianos a España a matar españoles en las orillas del Tajo y del Ebro, a titulo de la fundación del imperio español. (Aplausos entusiastas.) Y yo me pregunto si todos los colaborado- res de la invasión extranjera, o los que la padecen—que hay muchos que la padecen—, cuando vean las ciuda- des arrasadas y los españoles muertos a millares por obra de las armas extranjeras, se consolarán pensando: "Es el imperio que nace." ¡Triste consuelo! Caso como este no tiene semejanza en la historia contemporánea de Europa. Para encontrar algo que se le parezca hay que recordar las guerras civiles del siglo XVI y del si- glo XVII, en que, so capa de guerra religiosa, se dispu- taban el predominio político sobre el Continente. En- tonces los españoles, soldados de un imperio, hacían en Francia exactamente, el mismo papel que hacen ahora en España los alemanes y los italianos; pero a los li- |
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fueros católicos franceses que cooperaban con los Ejér-
citos invasores de España en Francia, no se les ocurría decir que estaban fundando un imperio francés; y en- tonces el sentimiento del patriotismo, la moral del pa- triotismo y los dictados del sentimiento nacional, no estaban en el punto a que en la Edad Moderna han llegado; los motivos eran otros, y cuando tanto el np- derío francés como cualquier otro de Europa se consti- tuyó, se constituyó precisamente contra nosotros, no en favor de nosotros. El día que un rey francés, a costa de oír una misa, recobró su capital, el Ejército español, que guarnecía París, abandonó la ciudad, tambor ba- tiente, banderas desplegadas; y el rey Enrique, que los veía salir, les dijo: "Señores españoles, encomendadme a vuestro amo; pero no volváis más." Este sentimiento, ¿no estallará en el alma de los es-
pañoles que se crean patriotas y que crean estar alen- tados por un espíritu nacional, cuando, hace ya más de tres siglos un rey francés lo profirió pensando eú la libertad de su pueblo? Nosotros sí lo sentimos, sí lo pensamos. '- Para nosotros, ia salida de los invasores de España
es ana cuestión de honra. En ninguna lengua del mun- do se dice con tanta rotundidad: una cuestión de honra. Creemos que debe serlo para todos y, por tanto, una cues- tión previa; porque ninguna nación puede vivir decoro- samente, ni tiene derecho al respeto ni a la amistad de las demás, si ha perdido la honra y la libertad. Las otras fases por que ha ido pasando el problema
de España, o están vencidas o están agotadas. Me re- fiero, claro está, al pronunciamiento inicial y a la gue- rra civil de que aquel pronunciamiento fué señal. Es un hecho indiscutible que el pronunciamiento militar fra- casó a las cuarenta y ocho horas, y estos dos años, en que el poderoso concurso en hombres y material—más importante quizá el del material que el de los hombres— de Alemania y de Italia y la numerosa presencia de la morisma, no han bastado para derrocar por la fuerza a la República, están probando qué es lo que hubiera |
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sido del pronunciamiento y de la guerra civil subsiguien-
te sin el auxilio exterior. Esto no es una afirmación o una condolencia vana y puramente teórica, porque está preñado de consecuencias de orden politico. La guerra civil está agotada; no porque hayan arriado lai banderas ni porque hayan suscrito nuestra tesis o nues- tros puntos de vista políticos sobre la mejor manera de gobernar nuestro pais. No. Está agotada por efecto de la experiencia terrible de estos dos años. (Muy bien.) |
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£L ERROR DE SUPONER QUE
EL PUEBLO ESPAÑOL NO SA- BRÍA NI QUERRÍA DEFEN- DERSE En la base del ataque armado contra la República
había, entre otros, unos errores que conviene señalar. Había, en primer término, un error de información abul- tado y explotado por la propaganda: el error de creer que nuestro país estaba en vísperas de sufrir una insu- rrección comunista. Todos sabemos el .origen de aque- lla patraña. Es un artículo de export-ción de Alemania e Italia que sirve para encubrir empresas mucho más serias. Una insurrección comunista el año 36, cuando el Partido Comunista era el más moderno y el menos nu- meroso de todos los partidos proletarios; cuando en las elecciones de febrero los comunistas habían conse- guido, incluso dentro de ta coalición, 17 actas que re- presetkían menos tlel cuatro por ciento de todos los su- fragios emitidos en aquella ocasión en España. ¿Quién iba a hacer esa revolución? ¿Quién la iba a sostener? ¿Con qué fuerzas, suponiendo—quef ya es suponer—que alguien hubiera pensado semejante cosa? La lógica hu- biera prescrito que, ante una amenaza de este tipo o de otro semejante contra el Estado republicano y con- tra el Estado español, que no era comunista, ni estaba en vías de serlo de alto a bajo ni en los costados, todas esas fuerzas políticas y sociales, amedrentadas por esa supuesta amenaza, se hubieran agrupado en torno al Estado para defenderlo; hubieran hecho el cuadro en torno suyo, porque al fin y al cabo era un Estado bur- gués; pero, lejos de eso—lo cual prueba la falsedad .de la tesis—, en lugar de defenderlo, lo asaltaron. Un error, además, sobre el verdadero estado del país, que no en vano venía siendo trabajado no ya desde la Repú- blica, sino desae 1917. y ¡' se me apura un poco desde comienzo del siglo, por una profundísima corriente de transformación política. Y derivado de este error, otro 19
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todavía más grave: el error de suponer que el pueblo
español, "tacada por sorpresa, no habría ni podría ni querría defenderse. Estos errores sirvieron de base, de incentivo, al móvil inmediato, al móvil inmediato con- fesable, que era defender los intereses, respetables, sin duda, que se suponían amenazados por una revolución bolchevique. Y las pasiones, que han llenado en España un abismo que se va colmando de sangre española; y el resorte original: la intolerancia castiza, la intoleran- cia fanática. El enemigo de un español es siempre otro español. Al español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja; pero tolera difícilmente que otro español ¿roce c*e la misma libertad y piense y diga lo contrarío de lo rue él opina. Conjugados todos estos elementos, se produce el al-
zamiento y ataque a mano armada contra la República; y en ve? del triunfo fácil, del triunfo alegre para los agresores, penoso únicamente para los agredidos, estalla una calamidad nacional, que no tiene precedente en la historia de España, con todas las consecuencias de orden económico y político fácilmente previsibles, y que no. dejaron de ser previstas para . cuando se produjera un ataque contra la solución de término medio que re- presentaba la República. Y ya estáis viendo; ya esta- rán viendo el cuadro: el triunfo, en las nubes; cientos de miles de muertos, ciudades ilustres y pueblos humil- dísimos desaparecidos del mapa, lo más sano del ahorro nacional convertido en humo, los odios enconados hasta la perversidad, hábitos de trabajo perdidos, instrumen- tos de trabajo desaparecidos, la riqueza nacional com- prometida para dos generaciones. Y aquellos que con esta operación, deseándola, preparándola, sirviéndola, pensaban poner a salvo esta u otra parte de su rique- za o de su interés, han averiguado ya que merced a su operación han sufrido lesiones en el orden material y en el orden moral mucho mayores que las que hubie- ran podido sobrevenirles de la República, aunque la Re- pública hubiera sido revolucionaria, y no moderada y parlamentaria como realmente era. |
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NO ES UNA GUERRA POLITI-
CA; es Una guerra contra LA NACIÓN ESPAÑOLA ENTE-
RA, INCLUSO CONTRA LOS PROPIOS FASCISTAS El daño ya está causado, ya no tiene remedio. Todos
los intereses nacionales son solidarios, y donde uno quie- bra todos los demás se precipitan en pos de su ruina; y lo mismo le alcanza al proletario que al burgués, al republicano que al fascista, a todos igual. Durante cin- cuenta años los españoles están condenados a pobreza estrecha y á trabajos' forzados, si no quieren verse en la necesidad de sustentarse de la corteza de los árbo- les. Y el proletario que percibiera o perciba un saiario de 25 pesetas será más pobre que cuando percibía uno de cinco o seis; y el millonario de pesetas se contentará con ser millonario de perra chica o de céntimo todo lo más. Esto ya no tiene remedio. Añádase a eso la em- presa de desnacionalización, la empresa de despafioliza- ción aneja e inherente a la presencia de los Gobiernos y de las tropas extranjeras en España, la cual empresa no se caracteriza ni se denota principalmente en el orden militar, ni siquiera en el orden político o inter- nacional, con ser tan grave. Donde se denota y se mues- tra la guerra clavada implacablemente en lo más vivo del ser español, es en el orden económico. Las sumas gastadas por Italia y Alemania en España no las per- donarían, ni olvidarían los esfuerzos hechos, ni aban- donarían las posiciones tomadas. Y si los planes de los agresores se realizasen, durante dos o tres generacio- nes, lo más fructífero del trabajo español iría a las arcas de Roma y de Berlín, para quienes estarían tra- bajando las españoles, como les ocurrió a alguna de las naciones vencidas «n la Gran Guerra, hasta que se de- clararon en quiebra; porque España, en esas condicio- nes, seria una nación vencida y sojuzgada. |
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Por eso afirmo que muchos, cuando no todos los que
han calentado y sustentado la guerra civil en España y todavía la sostienen, descubren ahora que en' la gue- rra han comprometido y perdido mucho más de lo qu» imaginaban comprometer o poder perder. Y ¡cuantos, y no de los menores, darían ahora algo bueno por vol- ver al mes de junio de 1936 y lo pasado pasado; y que se borrase esta pesadilla; y sobre todo que se borrase la responsabilidad de haberla desencadenado! La guerra civil está agotada en sus móviles, porque ha dado exac- tamente todo lo contrario de lo que se proponían sa- car de ella; y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no es una guerra contra el Gobierno, ni una guerra contra los Gobiernos republicanos, ni si- quiera una guerra contra un sistema político: es una guerra contra la nación española entera, incluso contra los propios fascistas en cnanto españoles, porque será la nación entera, y está siendo, quien la sufra en su cuerpo y en su alma. |
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¿QUE NEGOCIO HA SIDO ESTE,
DE DESENCADENAR LA GUE- RRA CIVIL EN ESPAÑA? Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde
viniere, aunque hubiese sido revelado en una zarza ar- diendo, tiene derecho, para conquistar el poder,' a so- meter a su país al horrendo martirio que está sufriendo España. (Muy bien.) La magnitud del dislate, el gigan- tesco error, se mide más fácilmente con una conside- ración menos dramática, casi vulgar. Hace dos años que empezó este drama, motivado aparentemente, en el or- den político, por no querer respetar los resultados del sufragio universal en el mes de febrero del 36. Han pa- sado dos años. Y cabe discurrir que, con la fugacidad de las situaciones políticas en España y con las fluc- tuaciones propias de las instituciones democráticas y de las variantes de la voluntad del* sufragio popular, si en vez de cometer esta locura se hubiera seguido en el régimen normal, a estas hor"as es casi seguro que estaríamos en vísperas de una nueva consulta electo- ral, en la cual todos los españoles, libremente, podrían probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio ha sido este de desencadenar la guerra civil en Espa- ña? (Entusiastas y prolongados» aplausos.) Si convierto ahora la mirada a otros puntos del hori-
zonte, es de advertir, hablando siempre con la misma lealtad, que, en cuanto el Estado republicano y la masa general del país .se repusieron del aturdimiento, de la conmoción causados por el golpe de fuerza, empezaron » reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y cier- tas verdades que habían sido inundadas por el aluvión, volvieron a ponerse a flote y a entrar en nueva vigen- cia; y por fortuna hoy nadie las desconoce: por fortu- na, porque no se. pueden infringir impunemente. Des- taco entre ellas que todos los españoles tenemos el mis- mo destino. Un destino común en la próspera y en lft |
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adversa fortuna. Cualesquiera que sean la precesión re-
ligiosa, el credo político, el trabajo y el acento. Y que nadie pueda echarse a un lado y retirar la puesta No es que sea ilícito hacerlo; es que, además, no se puede. Que el Estado- en sus fines propios es insustituible, y no hay Estado digno de este nombre sin sus bases fun- cionales, cuales son: el orden, la competencia y la res- ponsabilidad. Que no puede fiarse nada a la indisci- plina ni al arbitrio personal, ni confiarse hada a la im- provisación, como no se quiera decir que improvisación es hacer pronto y bien las cosas que la torpeza o la de- sidia hacían tarde y mal; fuera de ello, en- la vida no se improvisa nada, y cuando se habla de improvisación se dice un vocablo vicioso o vacío, y cuando la improvi- sación se confunde con el arbitrismo se cosechan ton- terías, novatadas y fracasos. Y, por último, que nues- tra guerra, tal como nosotros la entendemos y padece- mos, es una guerra de defensa, y su justificación única reside precisamente en la defensa del derecho estatuido para garantía de la libertad de toda la nación y. de la libertad política dé sus miembros, sin que sea lícito an- teponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni hacer desviar hacia ellos la guerra misma, por respeta- bles y venerables que sean esos fines. (Muy bien.) |
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Sí
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LA RECONSTRUCCIÓN NACIO-
NAL TÍENE QUE SER OBRA DS TODOS LOS ESPAÑOLES Muchas veces, o, si no muchas, algunas, me he hecho
intérprete de estas verdades ante el público en gene- ral: hace más de año y medio, en aquellos días rudísi- mos, cuando la política y la guerra conjugaban su silueta sombría, alcé la voz en Valencia para recordar a todos, con aprobación del Gobierno, que el Estado republicano sostiene ía guerra porque se la hacen; que nuestros fines de Estado eran restaurar en España la paz y un régimen liberal para todos los españoles; que nosotros no sopor- taremos ningún despotismo, ni de un hombre, ni de un grupo, ni de un. partido, ni de una'clase; que los españo- les somos demasiado hombres para someternos callada- mente a la tiranía de la pistola o a la sinrazón de la ametralladora; que en la guerra no se ventila una cues- tión de amor propio; que el triunfo de la República no podría ser. el triunfo de un caudillo ni de un partido, sino el triunfo de la nación entera, restaurada en su so- beranía y en su libertad. (Grandes aplausos.) Sin amor propio, porque en una guerra civil—yo lo digo desde lo más profundo de mi corazón—no se triunfa personal- mente sobre un compatriota. Y más tarde, también en Valencia, me levanté para
decir que no es aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario, exterminio ilícito y además imposible; y que sí el odio y el miedo han tomado tanta parte en la incubación de este desastre, Juabría que di- sipar el miedo y habría que sobresanar el odio, porque por mucho que se maten los espaüoles unos contra otros, todavía quedarían bastantes que tendrían necesidad de resignarse—este es el vocablo—a seguir viviendo juntos si ha de continuar viviendo la nación. (Aplausos.) Y hablando en Madrid al ejército que defiende la ca-
pital—un ejército español, como todos los nuestros—, le • dije, -sacando a luz su más íntimo sentir, corroborado
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por las lágrimas y por los aplausos de aquellos valientes
soldados que estaban luchando en casa propia, que se identificaba su causa con la causa nacional y que lucha- ban por su libertad, pera también por la libertad de los que no quieren la libertad. (Grandes aplausos.) Y ellos lo aceptan y lo saben. Esta es la grandeza inconfundi- ble , del Ejército español, del Ejército de la República, el Ejército que es ahora, verdaderamente, la nación en armas, en cuyas filas, tanto el burgués como el proleta- rio, tanto el intelectual como el manual, luchan y mue- ren juntos y aprenden a conocer y a saber que por en- cima de todas las diferencias de clase y por encima de todos ios contrastes de teorías políticas está no sólo la indomable condición humana que a todos nos iguala, sino ¡a emoción de ser españoles, que a todos nos dig-- niñea. (Entusiastas y prolongados aplausos.) Este Ejér- cito, qua con su tesónj con su espíritu de sacrificio, con su terrible aprendizaje, está formando y ha formado el escudo necesario para que, entretanto, la verdad y la justicia se abran paso en el mundo, forja con sus puños y calienta con su sangre el arquetipo de una nación Ubre. Su causa, por española que sea, tiene una repercusión en todo el mundo. Hacia estos combatientes va no sólo nuestra admiración, sino nuestro profundo respeto. Te- jed con vuestro aplauso la corona cívica que merece su ejemplar ciudadanía. (La emoción se eleva al máximo. El público, puesto en pie, tributa entre lágrimas y batir de palmas una ovación inenarrable a nuestro Ejército y al orador.) |
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EL PORVENIR DE ESPAÑA
Ellos forjan el porvenir, y yo del porvenir no sé nada.
El papel de profeta no me cumple. Y como además es- toy en mi patria, no quiero forzar la veracidad del ada- gio. Del porvenir ha hablado el Gobierno y está más en su función. Hace pocas semanas, él Gobierno de Ja Re- pública ha promulgado una declaración política: lo que yo encuentro es la pura doctrina republicana. Yo nunca he profesado otra, y al prestarle mi previo asentimiento a esa declaración, sin ninguna reserva, no hice más que remachar y repasar todos mis pensamientos y palabras de estos años. Para llenarla de contenido cada día más, para realizarla a fondo, no deben ponerse obstáculos al Gobierno, a este o a otro Gobierno que sustente la mis- ma doctrina. ^ Y es de advertir que no puede h>ber ningún Gobierno
que no la sustente. En esa declaración, hablando del porvenir, el Gobierno alude, más que alude, nombra ex- presamente la colaboración de todos los españoles el día de mañana, después de la guerra, en la obra de recons- trucción de España. Ha hecho bien el Gobierno en de- cirlo así. La reconstrucción de España' será una tarea aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie, ni siquiera de un corto número de personas o «fe técnicos: tendrá que ser obra de la col- mena española en su conjunto, cuando reine la paz; una paz que no podrá ser más que una paz española y una paz nacional: una paz de hombres libres; una paz para hombres libres. (Muy bien. Aplausos.) Entonces, cuando los españoles puedan emplear en
cosa mejor este extraordinario caudal de energías que estaba como amortiguado y que se ha desparramado con motivo de la guerra; cuando puedan emplear en esa obra sus energías juveniles, que por lo visto son inextin- guibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirá, la gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobará una vez más lo que nunca debió ser des- conocido por los que lo desconocieron: que todos somos a*
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* hijos del mismo sol y tributarlos del mismo arroyo. Ahi
está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento patriótico, no en rcn dogma que pxeluya de la nacionali- dad a todos ios que no lo profesan, sea un dogma reli- gioso, político o económico. ¡Eso es un concepto islámico de^ la nación y del Estado! Nosotros vemos en la patria aba libertad, fundiendo en ella no sólo los elementos materiales de territorio, de energía física o de riqueza, sino todo el patrimonio moral acumulado por los espa- ñoles en veinte siglos, y que constituye el título gran- dioso de nuestra civilización en el mundo. Habla de reconstrucción el Gobierno. Y en efecto: re-
construcción será en todo aquello que atañe al 'cuerpo físico de la nación, a las obras, a los instrumentos ds trabajo, etc.; pero hay otro capítulo, en otro orden de cosas, en que no podrá haber reconstrucción: tendrá que ser construcción desde los cimientos, nueya. Y esto por motivos, por causas que no dependen de la voluntad de los hombres, ni de los programas políticos, ni de las aspiraciones de nadie. En primer lugar, ía conmoción que ha producido la guerra, echando por el suelo todas las convenciones sociales en vigor (no me refiero a las convenciones de tipo jurídico, sino a las convenciones de la vida social, del trato entre hombres), echándolas por el suelo y poniendo à cada cual en el trance terri- ble de optar entre la vida y la muerte. Todo el mundo, altos y bajos, han mostrado ya sin disfraz lo que llevan dentro, lo que realmente son, lo que realmente eran. D¡; suerte que hemos llegado, por causas no precisamente de las operaciones militares, sino de toda la conmoción que ha producido y produce la guerra, a una especie de valle de Josafat, como después del acabamiento del mundo, en ei que nadie puede engañarse ni engañar- nos. Todos sabemos ya quiénes éramos todos. Muchos se han engrandecido. ¡Dichoso el que muere antes de faftber enseñado el límite de su grandeza! Muchos no han muerto, por desgracia para ellos. (Grandes aplau- sos.) Esta situación de orden moral creará en el.porve- nir de Kspafis nn» citu&dAn digamos incómoda, porque, |
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en eíecto, es dîfiesi vivir «a una aotíedttó sta disfrse,
s cada cual tendrá delante ese espejo mágico donde ya no se verá con i» fisonomía del mañana, sino donds siempre que se asir» encostrará lo que ha sido, lo que h* hecho y lo que ha dicho durante la guerra. (Muy bien. Muy bien. Grandes y prolongados aplausos.) Y na- die lo podrá olvidar, no por espíritu de venganza, sino como nó se pueden olvidar los rasgos de la fisonomía ds -una persona. Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas
y profundas consecuencias, como probará el porvenir; además de este fenómeno de orden psicológico y mora; respecto de las personas, hay otro mucho más Impor- tante: nunca ha sabído nadie ni ha podido predecir na- die lo que se funda con una guerra. ¡NuncaI Las gue- rras, sean o no exteriores, y sobre todo las guerras ci- viles, se promueven o se desencadenan con estos o ios otros programas, con estos q los otros propósitos: hasta- donde llega la agudeza, el Ingenio o el talento de la;? personas; pero jamás en ninguna guerra st ta podido descubrir desde e¡ primer día cuále:» van a ser sns pro- fundas repercusiones en el orden social y en et orden político y f-B !a vida moral de los interesados en la guerra. Cons s nue la guerra no consiste sólo en las ope- raciones mil tares, ni en ios movimientos de los ejér- citos, ni en ias batallas. No. Eso es el signo y la de- mostración ie otra cosa mucho más profunda y más vasta y mi's grande: ese es el signo de dos corrientes de order i, ;ral, de dos oleadas de sentimiento, de dos estados de animo que chocan, que se encrespan, que lu- chan ej une contra el otro, y de los cuales se obtiene una resultante que nadie ha podido nunca calcular. íNadie! ¡Nunca!-(Muy bien.) Guerras emprendidas para imponer en el mundo la
unidad dogmática han producido la proclamación de la libertad de conciencia en Europa y el estatuto político de los países disidentes de la unidad católica; guerras emprendidas para imponer la monarquía universal lian producido el levantamiento liberal, entre otro», del prae» 3»
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tilo ««¡pañol; guerras emprendidas para abatir un mili-
tarismo, lo han dejado más vivo, lo han hecho retoñar maa vigoroso y han hecho triunfar una revolución so- cial. Nuestras propias guerras son ejemplo de lo que digo. Y no me refiero tampoco a la estructura política ni a las constituciones o a los decretos que vayan a ha- cer los Gobiernos de mañana. No. No es eso. Es ¡a con- moción profunda en la moral de un país, que nadie,. puede constreñir y que nadie puede encauzar. Después de un terremoto es difícil reconocer el perfil del terre- no. Imaginad una montaña volcánica, pero apagada, en cuyos flancos viven durante generaciones muchas fami- lias pacíficas. Un día la montaña entra de pronto en erupción; causa estragos, y cuando la erupción cesa y se disipan las humaredas, los habitantes supervivientes miran a la montaña y ya no les parece la misma, no reconocen su perfil, no reconocen su forma. Es ía misma montaña, pero de otra manera; y la misma materia en fusión que expele el crátei^ cuando cae en tierra y se solidifica, forma parte del perfil del terreno y hay que contar con ella para las edificaciones del día de ma- ñana. (Muy bien. Aplausos.) Este fenómeno profundo, que se da en todas las gue-
rras, me Impide a mi hablar del porvenir de España en el orden político y en el orden moral, porque es un ero- fundo misterio—en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas—lo que podrá resultar él día en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con este espíritu. Y desventurado el* que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un Pangloss ni voy a aplicar a este drama español la simplísima doc- trina del adagio de que "no hay mal que por bien no venga". No es verdad. No es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen'la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la masa del escarmiento el mayor Men posible; y cuando la antorcha pase a otras manos, 9»
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a otros hombres, a otras generaciones que se acordarán,
si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destruc- ción, que piensen en los muertos y qne escuchen su lec- ción: la de esos hombres que kan caído embravecidos en la batalla, luchando magnífica mente por un ideal grandioso, y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la Patria Eterna, que dice a todos sus hijos: PAZ, PIEDAD, PERDÓN. (El pú- plico, entusiasmado y en pie, tributa al orador una ine- i.írrable ovación .¡ue dura varios minutos.) |
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